IN MEMORIAM DE ZAIDENA

Este espacio dedicado a la literatura, está realizado a la memoria de Zaidena, gran escritora y querida amiga (q.e.p.d.)




viernes, 17 de agosto de 2012

El alfarero

Vicente era un niño común, bueno, tan común como cualquier otro niño nacido en el campo, donde por la noche, en verano alumbran los cocuyos y en invierno, la escarcha hace crujir las ramas de los árboles. Este niño tan común, vio la luz primera en una comunidad de Guanajuato llamada El Aposento, del Municipio de San Felipe.

El padre del niño era alfarero, por lo que cada semana iba a Dolores Hidalgo a vender sus productos. Digamos que “iba a vender fruta a la huerta”, pero eran tan apreciadas sus vajillas, que en pocas horas realizaba su mercancía.

A temprana edad, Vicente se convirtió en ayudante de su padre y se ponía a mezclar la arcilla, pues era el primer paso para un aprendiz. Pero además de todo, el niño era un soñador, y por las noches, sentado en una piedra afuera de su casa, luego de hacer sus tareas escolares, soñaba con poder poseer un poco de la luz de la luna, que a cara llena parecía sonreírle, escondiéndose coqueta detrás de alguna nube.

En ese sueño, el niño pensaba hacer una vasija digna de guardar los argentinos rayos de Selene. Pasaron los años y al cumplir los diez y siete, el joven pudo al fin sentarse en el banco del torno y empezó su aprendizaje en esa, la etapa creativa. Cuando aprendió a hacer girar el torno de manera regular, colocó en la mesa una bola de arcilla; se humedeció las manos y trató de darle forma, como veía hacerlo a su padre, quien sonriente lo observaba.

—Sube la masa, -le pedía su padre.

El muchacho entonces presionaba la pasta entre sus manos y se formaba un cilindro. —Dale forma cónica, -decíale el mentor.

Vicente movía las manos hasta darle la forma ordenada. El ejercicio se repetía una y otra vez, hasta obtener la aprobación paterna. Cansado de la pierna impulsora del torno, sudoroso y satisfecho, Vicente salía del taller a observar a su anhelada luna, que unas veces se mostraba de perfil, cual tímida doncella; otras de frente y lejana, como dama indiferente, pero la que más disfrutaba era esa luna plena, brillante, cercana, que le permitía caminar por el bosque sin necesidad de una lámpara. Entonces, en silencio le prometía fabricar la más fina pieza de alfarería para guardar sus rayos luminosos.

El joven se afanaba en conseguir las más finas tierras para lograr la mezcla ideal para su soñado recipiente. En alguna parte leyó que los antiguos alfareros chinos, habían logrado piezas de delicada finura, por lo que empezó a explorar en cada lugar que le fue posible.

Un domingo, vagando a solas por el bosque, le sorprendió la noche y salió la luna en el momento que él llegaba al manantial. Sintió en ese instante que había una real comunicación entre su alma y la diosa de la noche. Cerró los ojos y deseó ardientemente poder escuchar la voz de Selene. Cuando los abrió, un manto nuboso cubría parcialmente a la luna y un rayo plateado incidía en un punto donde la tierra parecía ser más brillante.

Ansioso, pensando que ese podría ser el mensaje esperado, sacó su herramienta para tomar muestras, dejando a la vista unas piedras muy blancas; con cuidado extrajo algunas que no se veían contaminadas con la tierra vegetal y las envolvió cuidadosamente en un lienzo. Las llevó a su casa y esa misma noche las pulverizó, agregó agua y a la luz de la luna, fue amasando, hasta formar un barro maleable. Cuando estuvo satisfecho de su consistencia y pasticidad, colocó la masa en la mesa de torneado y empezó a modelar una vasija, se maravilló de la ductilidad de la pasta y formó un ánfora de pared delgada; cuando la separó de la mesa, mediante un cordel humedecido, con cuidado y paciencia modeló el borde como una hoja de acanto. La única diferencia que notaba contra las vasijas hechas de barro común, era el color blanco de la pasta. La puso a secar sobre una mesa, cubierta con un paño húmedo y se fue a dormir. No se dio cuenta que los rayos de la luna iluminaron la vasija durante varias horas.

A la mañana siguiente, el padre de Vicente se acercó a la mesa y descubrió la pieza que su hijo había hecho, asombrándose gratamente de la belleza de la vasija, que era de un blanco brillante; cuando se le unió su hijo, le preguntó acerca del material empleado, respondiendo el muchacho del sitio dónde lo había obtenido.

El resto del día, Vicente lo empleó en bruñir la superficie de la vasija, cuando se sintió satisfecho, encendió el horno para la primera quema, rogando a Dios que la temperatura fuese la adecuada para no ir a dañar su pieza.

Horas después la extrajo del horno y la examinó con mucho cuidado, buscando alguna fisura ocasionada por la temperatura en el secado; suspiró aliviado al constatar que la vasija estaba en buen estado.

Pasó luego a la siguiente etapa: El decorado. Con finos pinceles y pintura azul tenue, pintó un cielo medio brumoso, dejando un círculo en blanco, la luna, que luego detalló con una gama de azules, negros y grises. La miró con detenimiento en todos sus detalles, todo iba bien, faltaba el último paso, el quemado del color.

Encendió nuevamente el horno, colocó la pieza en su lugar, cerró la puerta y esperó varias horas. Cuando fue oportuno, apagó el horno y volvió a esperar pacientemente a que se enfriara.

El sol se puso y las sombras empezaron a cubrir el taller. Pasado el tiempo suficiente, el alfarero abrió la puerta del horno, tomó con delicadeza el jarrón y lo depositó sobre la mesa; en ese preciso instante, un brillante rayo de luz de luna penetró en la vasija, llenando de plateado brillo el recipiente, Vicente creyó escuchar una voz cristalina…

—Vicente, soy Selene y me siento alagada y feliz por ese jarrón que has hecho para guardar uno de mis plateados rayos; en pago de ese cariño que me profesas, cumpliré tu deseo y no habrá un jarrón más hermoso que este.

Un rayo de luna ocupó cada espacio inter molecular de la vasija, otorgándole una brillantez nunca vista. Vicente miraba asombrado el resultado de su trabajo.

Cuando su padre vio el jarrón, se quedó maravillado, pero solamente lo entendía por ese nuevo material hallado por su hijo. Muchos visitantes, atraídos por la noticia, acudían al taller a admirar el singular jarrón; no faltó quien ofreciera atractivas cantidades de dinero, pero Vicente nunca lo vendería. Uno de tantos visitantes, quien había viajado por todo el mundo, contó que en China, al material usado para hacer el jarrón, le llamaban Kao-Lin, que significa rayo de luna. Cierto o no, así se llamó al jarrón a partir de entonces. Han pasado los años y hay quien dice que en las noches de luna, se escuchan en el jarrón algo como murmullos de voces y risas cristalinas.

Vicente se convirtió en un famoso alfarero, aunque no ha vuelto a encontrar el blanco material.


Sergio A. Amaya Santamaría
Junio 27 de 2012
Ciudad Juárez, Chih.